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Conferencia dictada a los estudiantes de la Universidad de Princeton (USA) el 10 de mayo de 1939
La posteridad deberá decidir si habrá de contarse
La montaña mágica entre las "obras maestras" en el sentido en que se
define el resto de los objetos clásicos de sus estudios. De cualquier
modo, tal posteridad sí podrá ver en ella un documento del ambiente y de
cierta problemática espiritual europea del primer tercio del siglo
veinte, y por ello tal vez acoja con benevolencia un par de
observaciones del autor acerca del surgimiento del libro y las
experiencias a que dio pie.
Hay autores cuyo nombre va ligado al de una única gran obra, que
llegan a identificarse con ella, y cuya esencia llega a expresarse
cabalmente en esta, única, obra. Dante con la Divina Comedia. Cervantes
con el Don Quijote. Pero hay otros ~entre los que me cuento~ para los
que la obra aislada no posee de ningún modo una representatividad
perfecta, no pasa de ser el fragmento de un todo mayor, de la obra de
sus vidas, e incluso de su vida y su persona [...]. Del mismo modo,
también la obra de una vida en cuanto todo posee sus leitmotiv, que
sirven al propósito de conferir unidad, de hacer palpable tal unidad y
resaltar el todo en la obra aislada. Pero precisamente por este motivo
no haremos justicia al fragmento si lo consideramos aisladamente, sin
atender a sus vínculos con la obra global y al sistema de relaciones en
que se encuentra. Resulta, por ejemplo, muy difícil y casi impracticable
hablar de La montaña mágica sin referirse a las relaciones que ~en un
sentido restrospectivo~ guarda con mi novela de juventud Los
Buddenbrook, con el tratado crítico~polemizante Reflexiones de un
apolítico y con La muerte en Venecia, así como con ~en sentido
prospectivo~ las novelas del ciclo de José.
Quizá sea mejor que les cuente algo de la historia y de las anécdotas
que rodearon la concepción y el surgimiento de la novela, tal y como se
produjeron en el transcurso de mi vida.
En al año 1912 ~casi ha transcurrido una generación, sin contar con que
quien hoy es estudiante en aquella época aún no había nacido~ mi esposa
contrajo una dolencia pulmonar ~nada grave~ que, sin embargo, la obligó a
permanecer durante medio año en la montaña, en un sanatorio de la
región suiza de Davos. Entretanto, yo permanecí con nuestros hijos en
Münich y en nuestra casa de Tölz an der Isar; pero en mayo y junio de
aquel mismo año visité a mi mujer durante varias semanas y, si leen
ustedes el primer capítulo de La montaña mágica titulado "La llegada",
en el que el invitado Hans Castorp cena con su primo enfermo Ziemssen en
el restaurante del sanatorio, probando no sólo la excelente cocina del
lugar, sino también la atmósfera del mismo y de la vida "aquí arriba",
si leen este capítulo obtendrán una descripción relativamente precisa de
nuestro encuentro en dicho ambiente y de mis propias extrañas
impresiones de entonces.
Una de sus experiencias ~y en realidad la principal~ es una
transposición exacta de una experiencia del autor, a saber, la
auscultación de un invitado ajeno, procedente de tierras llanas, y el
descubrimiento de que está enfermo.
Hacía aproximadamente diez días que había llegado cuando contraje, a
causa del frío y de la humedad reinantes en el balcón, un catarro de las
vías respiratorias superiores. El director, que, como pueden
imaginarse, se parece en ciertos detalles externos a mi consejero
Behrens, golpeó mi pecho y constató con extraordinaria celeridad cierta
amortiguación, como suele denominarse, un punto enfermo en mi pulmón
que, de haber sido yo Hans Castorp, tal vez habría dado a mi vida un
rumbo enteramente distinto. El médico me aseguró que sería sensato que
permaneciera allá arriba durante medio año sometiéndome a una cura y, de
haber seguido su consejo, ¿quién sabe?, tal vez ahora seguiría allí.
Pero preferí escribir La montaña mágica haciendo uso de las impresiones
que acumulé durante las breves tres semanas que permanecí allí y que
bastaron para darme una idea de los peligros que entraña tal ambiente
para los jóvenes ~y la tuberculosis es una enfermedad de jóvenes. El
mundo de enfermos que se respiraba allá arriba es de una cerrazón tal y
posee la fuerza envolvente que seguramente habrán experimentado ustedes
al leer mi novela. Se trata de una especie de sucedáneo de la vida que
logra, en poco tiempo, enajenar al joven y alejarlo completamente de la
vida real y activa. Todo es, o era, suntuoso allá arriba, también la
noción de tiempo.
La idea de transformar mis impresiones y experiencias de Davos en un
relato pronto se apoderó de mí. [...] El relato que planeaba escribir
~que desde el primer momento recibió el título de La montaña mágica~ no
debía ser más que la contrapartida humorística de La muerte en Venecia,
también en cuanto a su extensión, por lo que debía adoptar la forma de
una short story[i] un poco larga. La había concebido como un juego
satírico relacionado con la trágica novela corta que acababa de
concluir. Su ambientación debía ser una mezcla de muerte y diversión,
mezcla que había percibido en aquel extraño lugar de la montaña. La
fascinación por la muerte, el triunfo del embriagador desorden sobre una
vida dedicada al orden más excelso, descrito en La muerte en Venecia,
debía plasmarse en clave humorística. Un héroe simple, el cómico
conflicto planteado entre ciertas macabras aventuras y la honorabilidad
burguesa, así rezaban mis intenciones. El final era incierto, pero ya se
encarrilaría; el conjunto parecía poder adquirir cierta ligereza y
divertir, y no ocuparía muchas páginas. Al regresar a Tölz y Münich
comencé a escribir el primer capítulo.
No tardó en asaltarme una secreta sospecha de los peligros de la
ampliación de la historia, de la inclinación de aquel material por la
seriedad y la vaguedad intelectual. No podía ignorar que me encontraba
en una encrucijada difícil. La subestimación de una empresa es una
experiencia recurrente que tal vez no sólo me afecte a mí. Durante el
proceso de su concepción, un trabajo suele presentársenos bajo una luz
inocua, sencilla y práctica. No parece exigir excesivo esfuerzo, y su
ejecución parece simple. Si fuera posible representarse de antemano
todas las posibilidades y dificultades de una obra, si uno conociera la
voluntad de ésta, a menudo muy distinta de la del autor, probablemente
renunciaríamos y no tendríamos siquiera el valor de comenzar. Una obra
tiene en muchos casos sus propias ambiciones, que pueden sobrepasar con
mucho las del propio autor, lo que no está mal. Porque la ambición no
debe ser la de una persona, el autor no debe anteponerse a la obra, sino
que la obra debe extraerla de sí misma y forzarse. De este modo, creo,
han surgido las grandes obras, y no del afán previo de crear una.
En pocas palabras, pronto noté que la historia de Davos tenía esta
ambición y que sus intenciones eran muy distintas a las mías. Esto era
así incluso en lo exterior, puesto que el ampuloso estilo humorístico
inglés con el que pretendía recuperarme del rigor de La muerte en
Venecia reclamaba para sí el espacio y el tiempo necesarios. Luego llegó
la guerra[ii], cuyo estallido me proporcionó un fácil final para la
novela, y cuyas experiencias enriquecieron el libro de un modo
insospechado, pero que interrumpió su redacción durante años.
Retomé La montaña mágica, interrumpiendo su redacción continuamente con
ensayos críticos que la acompañaban, y de los cuales los tres
principales eran, por su contenido, vástagos espirituales directos de la
gran novela madre: los titulados "Goethe y Tostoi", "De la república
alemana" y "Experiencias ocultas".
Finalmente, en otoño de 1924, aparecieron los dos volúmenes surgidos del
proyecto original de short story y que, a fin de cuentas, no me habían
tenido atado a su yugo siete, sino doce años; aun si su recepción por
parte de los lectores hubiera sido mucho más negativa, habría superado
con creces mis expectativas. Estoy acostumbrado a entregar una obra
acabada con callada resignación, sin albergar la menor esperanza de
éxito mundano. Los encantos que ésta irradió, embargándome a mí, su
tutor, se han diluido ya en ese momento de tal manera que su terminación
no pasa de ser un deber ético de producción, en realidad, de
obstinación. En general, todos esos años de tesón me parecen tan
marcados por la obstinación, siendo éste un placer excesivamente privado
y problemático como para que pueda confiar lo más mínimo en la posible
participación de muchos en la huella que dejan mis extrañas mañanas.
Los problemas que se planteaban en La montaña mágica no afectaban por su
naturaleza a la gran mayoría del público, pero la masa del público
culto sí se veía acuciada por ellos, y la miseria general había
conferido a la receptividad del gran público precisamente esa
"gradación" alquímica que constituía el núcleo de la aventura del joven
Hans Castorp. Sin duda, el lector alemán se volvía a reconocer en el
sencillo, aunque algo "travieso" héroe de la novela; podía y quería
seguirle.
¿Qué puedo decir sobre el libro y sobre cómo hay que leerlo? Comienzo
haciendo una exigencia muy arrogante, a saber, la de leerlo dos veces.
Esta exigencia se retirará naturalmente de inmediato en el caso de que
la primera lectura haya resultado aburrida. El arte no debe ser tarea
escolar ni aburrimiento [...], sino que quiere y debe deparar alegría,
debe entretener y dar vida, y aquel sobre el cual una obra determinada
no ejerza efecto debe dejarla y volcarse en otra. Pero a quien haya
llegado al final de La montaña mágica le recomiendo leerla de nuevo,
porque su forma especial, su carácter en cuanto composición, implica que
el placer del lector aumentará y se profundizará en la segunda lectura
~del mismo modo que hay que conocer una pieza de música para poder
disfrutarle plenamente. No he utilizado casualmente la palabra
"composición", que normalmente suele reservarse a la música. La música
siempre ha ejercido un influjo notable sobre el estilo de mi obra. Los
escritores suelen ser "en realidad" otra cosa, pintores o ilustradores
frustrados, escultores o arquitectos. En lo que a mí respecta, debo
incluirme entre los músicos que han engrosado las filas de los
escritores. Desde siempre, la novela ha sido para mí una sinfonía, una
obra de contrapunto, un entramado de temas en el que las ideas
desempeñan el papel de motivos musicales. En alguna ocasión ~incluso yo
mismo lo he hecho~ se he reparado en la influencia que el arte de
Richard Wagner ha ejercido sobre mi producción. No niego la existencia
de tal influencia, y sobre todo sigo a Wagner en la utilización del
leitmotiv, que apliqué en la narración y no, como era el caso en la obra
de Tolstoi y de Zola y también en mi novela de juventud Los
Buddenbrooks, de un modo meramente naturalista con fines de
caracterización, es decir, mecánicamente, sino de acuerdo con los
aspectos simbólicos de la música. Ensayé tal práctica por primera vez en
Tonio Kröger.
Vuelvo sobre algo ya conocido, a saber, sobre el misterio del tiempo,
que la novela trata de diversos modos. Se trata de una novela temporal
en un doble sentido: primero en el histórico, ya que se trata de trazar
un cuadro de los aspectos internos de una época, de Europa en vísperas
de la guerra; pero también porque se ocupa del propio tiempo y no sólo
en cuanto experiencia de su héroe, sino también en sí misma, como
novela, y a través de sí. El mismo libro es aquello que cuenta; porque,
al describir el hermético encantamiento que hace al joven héroe sucumbir
a la atemporalidad, aspira a anular el tiempo gracias a sus medios
artísticos, mediante el intento de conferir una presencia total en todo
momento al mundo ideo~musical que abarca [....]. Sin duda opera con los
medios de la novela realista, pero no lo es, traspasando continuamente
el elemento realista, dándole un alcance simbólico y haciéndolo
inteligible en la esfera de lo espiritual y lo ideal. Esto es así
incluso en el tratamiento de sus personajes, que para el lector son más
de lo que parecen: todos ellos son exponentes, representantes y enviados
de ámbitos, principios y mundos espirituales. Confío en que no sean por
ello meras sombras o alegorías en peregrinación. Por el contrario, me
tranquiliza la experiencia de que el lector perciba a estar personas, a
Joachim, Claudia Chauchat, Peeperkorn, Settembrini, etc., como personas
reales que recuerda como si de auténticos conocidos se tratase.
Pero la crítica de la terapia practicada en los sanatorios no es más que
la fachada, una de las fachadas, del libro, cuya esencia es más bien lo
oculto. El doctoral aviso sobre los peligros morales que entraña la
cura de reposo y todo aquel siniestro ambiente queda en realidad a cargo
del señor Settembrini, ese parlanchín racionalista y humanista que no
pasa de ser un personaje más, un personaje humorístico que despierta
simpatías, aunque a veces también sea portavoz del autor, aunque no el
propio autor.
Lo que aprende [Hans Castorp] es que la salud más perfecta se adquiere
mediante las profundas experiencias de la enfermedad y la muerte, del
mismo modo como el conocimiento del pecado constituye una condición
previa para la redención. «Para vivir», dice en una ocasión Hans Castorp
a Madame Chauchat, «para vivir hay dos caminos: uno es el común, el
directo y correcto. El otro es tremendo, conduce a través de la muerte y
es el camino genial». Esta concepción de la enfermedad y la muerte como
estación de paso necesaria en el camino hacia el conocimiento, la salud
y la vida, convierte a La montaña mágica en una novela de iniciación.
Este vínculo no es de mi cosecha. La crítica me lo ha proporcionado, y
yo hago uso de él, ya que debo hablarles de La montaña mágica. Desde
luego, acepto la ayuda de la crítica ajena, porque es un error creer que
el propio autor sea el mejor conocedor y comentador de su propia obra.
Tal vez lo sea mientras permanece y trabaja en ella. Pero una obra
terminada y distante en el tiempo cada vez se convierte más en algo
separado, ajeno a él, en algo de lo que otros con el tiempo podrán saber
mucho más que él, de forma que podrán recordarle mucho de lo que olvidó
o incluso de lo que nunca supo a ciencia cierta. Es necesario que se lo
recuerden a uno. Por que uno nunca es dueño de sí mismo, nuestra
autoconciencia es débil en la medida en que nunca podemos tener
presentes a un tiempo todos los elementos que nos conforman.
Sea como fuere, tiene su encanto dejarse ilustrar por los críticos sobre
uno mismo, aleccionar en relación con obras ya lejanas en el tiempo y
volver a adentrarse en ellas, proceso que probablemente no excluirá ese
sentimiento que se expresa de un modo incomparable con las palabras
francesas: «Posible que j'ai eu tant d'esprit?». Mi fórmula de
agradecimiento perpetuo para tales muestras de afecto reza: «Les
agradezco enormemente que hayan tenido la amabilidad de recordarme a mí
mismo».
Hace poco llegó a mis manos un manuscrito inglés redactado por un joven
erudito de la Universidad de Harvard. Se titula "El héroe buscador. El
mito como símbolo universal en las obras de Th. M.", y su lectura no me
ha refrescado menos el recuerdo y la conciencia de mí mismo. El autor
sitúa a la Magic Mountain y su simple héroe en una gran tradición no
sólo alemana, sino universal: los incluye en un tipo de género que
denomina "The Quester Legend" y que se remonta a las primeras obras
escritas de los pueblos. Su forma alemana más conocida es el Fausto de
Goethe.
Hans Castorp sería otro héroe buscador, según explica el autor de este
análisis ~¿y acaso con razón? El buscador del Grial, sobre todo
Perceval, es descrito al principio de sus aventuras como un idiota, un
completo idiota, un cándido. Estos epítetos equivalen a la "sencillez",
simplicidad y ausencia de amaneramiento que se atribuyen constantemente
al héroe de mi novela, como si cierta tradición me hubiera obligado a
persistir en este rasgo.
En una palabra, la montaña mágica es una variante del templo iniciático,
sede de una peligrosa investigación que persigue el misterio de la
vida, y Hans Castorp, el "viajero que se ilustra", cuenta con harto
distinguidos predecesores mítico~caballerescos: es el típico, el más
curioso neófito que abraza voluntariamente, demasiado, la enfermedad y
la muerte, porque ya su primer contacto con ellos le proporciona la
promesa de una comprensión extraordinaria, de increíbles aventuras
~naturalmente unidas a un riesgo equiparable.
Hans Castorp como buscador del Grial [...] seguramente no lo vieron así
al leer su historia, y si yo mismo lo pensé, no fue otra cosa que
pensamiento. Tal vez vuelvan a leer el libro bajo esta perspectiva. Se
darán cuenta entonces de lo que es el Grial, el conocimiento, la
iniciación, aquello que no sólo constituye el objetivo del necio héroe,
sino del propio libro. Lo encontrarán en el capítulo titulado "Nieve",
donde Hans Castorp, perdido en mortales alturas, sueña su poema~sueño
sobre el hombre. El Grial que, a pesar de no encontrarlo, intuye en el
sueño provocado por la cercanía de la muerte, antes de que se vea
arrastrado, desde sus alturas, hasta la catástrofe europea, es la idea
del hombre, la concepción de una humanidad futura que haya atravesado el
conocimiento más profundo, la enfermedad y la muerte. Porque el hombre
mismo es un secreto, y toda humanidad descansa en el respeto al secreto
del hombre.
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